Llegué con tiempo. No quería perderme nada. No era el día. Aquello estaba hasta arriba. Tuve suerte. Detrás había bastante sitio para la prensa y pude sentarme en una silla alejado del bullicio. Como me gusta a mí. A solas, para poder vivir el momento con tranquilidad. Conmigo, un bolígrafo, la tablet, y una pequeña libreta que me acompaña desde la copa del Rey de Baloncesto de 2.013.
Comenzaron los parlamentos. Todos estaban rodeados por el cariño que te procesa quien allí se encontraba. Y por fín llegó el momento, el tuyo. Era el día del adiós definitivo. ¿Sabes que hasta mis acompañantes, el bolígrafo, la libreta, y la tablet, dejaron de trabajar para poderte escuchar con la misma atención que yo? Pues sí, así fue.
La emoción te comenzó a embargar y las lágrimas empezaron a deslizarse por tu rostro. De alguna manera, yo me sentía caer junto a ellas porque desde ese viernes, sé que para mí el Judo va a tener otro color, más gris, menos alegre, sin la enorme pasión que tú le ponías. Mi único consuelo es saber que lo necesitabas, que tenías que hacerlo para seguir tu camino. Ser consciente, desde la reflexión, de que has dado el cien por cien en tu deporte y que, ahora, sin duda alguna, lo darás en tu nueva e ilusionante vida.
Mientras hablabas me fui perdiendo. Perdiendo en mis pensamientos que me transportaron hasta el día en que te conocí, allí, muy cerca de mi casa, en la puerta de tu colegio. ¡Buff! La verdad es que de aquello hace ya muchos años. Pasó mucho tiempo hasta que nuestros caminos se volvieran a cruzar. Pero lo importante es que siempre me sentí cerca de ti, viéndote triunfar sobre los tatamis y sintiendo tus malos momentos casi como míos. Aquel hombro en Pekín... ¡Que días pasé! Y Londres. Eso aún fue peor.
No me he atrevido a contarte esto. Aquel 29 de Agosto yo salía de Málaga. El deber me hizo perderme tu segunda participación Olímpica. Rodaba con el coche por las carreteras costeras de Granada y, mientras sorteaba aquellas curvas, buscaba como un desesperado una emisora que me dijera cómo te iba, qué habías hecho, y a quién te enfrentarías en la siguiente ronda. No recuerdo en qué dial sucedió pero, por fin, empezó un boletín horario y escuché lo que nunca hubiera querido oír. ¡No me lo podía creer! Me quedé en shock, tanto, que hice un recto y me salí de la carretera. Afortunadamente, topé con un mirador donde la gente para a fotografiarse con el mar de fondo. La adrenalina se me disparó. A día de hoy, no podría asegurarte si fue por lo que me sucedió a mí o por lo que había pasado a tantos kilómetros de aquel lugar en el que me encontraba.
Tampoco he sido capaz de reconocértelo nunca, pero me hubiera encantado tener un cinturón o algún dorsal con el que hubieras competido. A buen seguro que ocuparía un lugar privilegiado en mi casa. ¿Sabes?, le tengo envidia a Carlos Cases, ése que lleva la mochila con la que viajaste a los Juegos Olímpicos de Londres, la que lleva inscrito tu nombre en letras grandes. De todas formas, y pensándolo fríamente, yo tengo algo mejor. Tengo, siempre, una de tus sonrisas. Tengo también un abrazo o incluso un beso tuyo. Tengo tu tiempo, que es un auténtico lujo. Pocos pueden decir lo mismo. Y, sobre todo, tengo lo más importante, tu inquebrantable amistad. Por tanto, tengo mucho. Tengo lo mejor.
Ahora, por fin, podrás disfrutar de las cosas que para el resto de los mortales pasan desapercibidas por ser corrientes. ¿Tus fieles? Seguro que seguiremos ahí, sintiendo la misma admiración que esos niños japoneses que te regalan una sentida reverencia al verte y gritan tu apellido.
Yo seguiré esperando. Esperando a que te decidas a transmitir todo eso que tienes y que muy pocos poseen. Porque siempre has sido especial, esa niña encantadora que cuando subía a un tatami se transformaba en una leona. Y eso en lo que te convertías, no te lo puedes quedar para ti. Ya no.
Aún así, decidas el camino que decidas, bien hecho estará. Te lo has ganado con creces.
Por siempre, Ana.
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